EL “PET SOUNDS” DE LOS “BEACH BOYS”. LA TRASCENDENCIA METAFÍSICA DEL POP

 
«…escucho unos sonidos increíbles…»

(Brian Wilson a un directivo de Capitol Records refiriéndose a los efectos del LSD)

«…soñé que tenía un halo en la cabeza…»

(Brian Wilson)


 
Solo conocemos el cómo y el cuando. Pero no el motivo último. Brian Wilson (1942), líder de uno de los grupos más exitosos de la época, en plena cumbre, se empeñó en este arriesgado salto mortal en 1965: el intento de crear el mejor disco de la historia. ¿Superar a los ‘Fab four’ de Liverpool? ¿Arrancar de cuajo el cordón umbilical que le ataba a su padre y, a la sazón, despótico ‘manager’ del grupo? ¿Un acto de iluminación?
  
Me inclino a pensar, como la mayoría, que el hipersensible y extraterrestre Brian Wilson quiso ir más allá, avanzar hacia “terra incognita” y quemar las naves. Sus anhelos y su reino no eran de este mundo. Sea como fuere, él mismo admitió que la audición del “Rubber Soul” de The Beatles –se admiraban mutuamente- le resultó tan estimulante e inspiradora que se puso manos a la obra. Un empeño este, el de realizar una obra de arte total, en el que casi se dejó el pellejo, y en el que, indubitadamente, sí se dejó su salud mental por el camino. Una vez terminado se puso a la venta en mayo de 1966 y, ante su fracaso comercial, insistió en el letal cóctel de drogas y extravagancias intentando superar lo insuperable. Solo el paso del tiempo le hizo justicia.
 
No podemos desdeñar esa parte de experimentación con sustancias como el LSD (¿le ayudó realmente?) y su aprendizaje con el gran productor musical, el obsesivo e histriónico Phil Spector, inventor del “Wall of Sound”.
 
Para apoyarle en la tarea de escribir las letras, Brian contrató los servicios de Tony Asher, un creativo publicitario, a quien citaba en su mansión de 1448-Laurel Way, LA, en jornadas de trabajo más bien anárquicas. Mientras, el resto del grupo realizaba una gira, ajeno a su construcción y no siempre de acuerdo con un proyecto alejado de los éxitos playeros de sus comienzos.


Leeréis cosas tan alambicadas como “álbum conceptual de pop barroco”, “mejor disco de la historia”´, etc., etc. Está bien. Pero más allá de las etiquetas no queda más que escucharlo; no una, sino muchas veces, siempre descubriendo nuevos matices que lo hacen una obra maestra compleja repleta de sensibilidad y de un espíritu atormentado buscando respuestas en tiempos turbulentos.
 
¿De qué trata “Pet Sounds”? Charles L. Granata [‘Wouldn´t it be nice’. Ed. Libros de Ruido, 2013] afirma que “relata el ascenso y caída de una relación amorosa adolescente a través de los ojos de un chico”. Como punto de arranque no lo veo mal, pero que cada uno opine por sí mismo. En las sesiones de grabación no se escatimó a la hora de buscar a los más diestros músicos de sesión americanos. Sin duda, los mejores del mundo. Y con el privilegio de grabar en el estudio elegido por Brian. Para conseguir sus extraordinarios efectos acústicos se usaron instrumentos tan absurdos como ladridos de perros (en “Caroline, no” se escuchan a Banana y Loui, sus mascotas), bidones de agua, trenes, timbres de bicicleta, un “theremin” –instrumento eléctrico inventado en 1919- y un “temple block” –instrumento hueco de madera-. Ahí es nada.
 
El álbum despega con “Wouldn´t it be nice”, una explosión de color que aborda los deseos inocentes de un adolescente, de estar con la persona amada, de creer que la juventud será un estado eterno y que los sentimientos van a permanecer siempre puros.
 

El segundo corte es “You still relieve in me” (Aún crees en mí), una preciosa balada donde el chico vuelca sus inseguridades [“…me empecino en ser fuerte, pero a veces me fallo a mí mismo…”]. Le sigue “That´s not me” (Ese no soy yo) en la que el protagonista, después de dejarlo todo decide volver con su amor y admitir que su aventura en solitario fue un fiasco. El cuarto tema (No hables, pon tu cabeza en mi hombro) es uno de mis favoritos, rodeado de una atmósfera íntima en penumbra y mágica. En vez de una declaración de amor, el chico le dice a su novia que no hable (“Escucha el latido de mi corazón… escucha… escucha…”). 

Pero si queréis que se abran las ventanas y respirar el aire fresco de la esperanza, escuchad “I´m waiting for the day” cuando el chico le declara su amor a la desconfiada muchacha que acaba de terminar una relación anterior. Anhelo y euforia mezclados con flautas y timbales. Un subidón total. 


Dejando aparte las dos canciones instrumentales, el disco continúa con una adaptación, “Sloop John B” (El balandro ‘John B.’), una vieja y encantadora tonada popular de las Bahamas reproducida infinidad de veces en el cine (vg. “Forrest Gump”). La octava canción es una “delicatessen” titulada “God only knows”, donde ya no se puede trepar más alto en todos los niveles, tanto en voces como en lirismo (con permiso de “Good vibrations”). No sin razón, Paul McCartney dijo que era la más bella canción que había escuchado. Aún así, animo a analizar su intrigante letra: habla de un amor incondicional y absoluto, pero al mismo tiempo se adelanta a una ruptura en el futuro. ¿No se que haría sin ti, pero la vida seguiría sin ti? 


En “I know there´s an answer” hay una clara alusión a los consumidores de sustancias (“… viajan por el día / malgastan su mente por la noche…”). En “Here today” un novio engañado le aconseja al nuevo que tenga cuidado con la muchacha (“… ella me hizo sentir fatal…). Continúa con “I just wasn´t made for these times” (No estoy hecho para estos tiempos), una estupenda canción que expresa la inseguridad de aquellos que creen no encajar en ningún sitio. Y para no desentonar con el tono melancólico general, el álbum culmina con “Caroline, no”: un reencuentro con un viejo amor de la adolescencia revela al chico que muchas cosas en la vida han cambiado, y que el tiempo no pasa en vano. 
 

Tengo por seguro que en estos tiempos de “Eurovisión” y de “Operación Triunfo”, nadie va a arriesgar hacienda y sesera para hacer un disco de este jaez. Ni falta que hace. Ni hay talento, ni lo que hay que tener. El ‘rock’ ha muerto; queda la parodia. Es tiempo de recopilar los escasos tesoros que quedan para el crudo invierno que se avecina.

Desconozco si “Pet Sounds” me cambió la vida, como muchos admiten. Quizá algún día podré calibrar este hecho. Pero creo que el arte puede mejorarnos –esa pincelada de ingenuidad que aún se conserva- y puedo afirmar que estamos ante una maravilla musical que todos deberíamos visitar una vez en la vida. Es un viaje de 36 minutos.



 

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