Tres miradas sobre la Guerra Civil española

En este artículo me propongo analizar la visión, a través del cine, de la Guerra Civil española (1936-1939). Para ello mi enfoque se basa en tres perspectivas: en primer término, la perspectiva foránea y, en segundo lugar, a partir de la década de los 80, la perspectiva española que he dividido en dos: la de “izquierdas” y la “equidistante”. Se me reprochará el olvido u omisión de la perspectiva “de derechas”, pero no es posible hallarla en el cine español reciente. Al menos, no la he encontrado.

Basada en la novela homónima de 1940, “Por quien doblan las campanas” (1943) es la historia de Robert Jordan (Gary Cooper), un miembro de las Brigadas Internacionales experto en explosivos, que recibe el encargo de volar un puente tras las líneas enemigas. Para ello ha de recibir la asistencia de un grupo de partisanos. En el proceso se enamora de María (Ingrid Bergman). No se rodó en España, como algunos afirmaban, sino en las montañas de California.


Certifico sobradamente la idea sobre los tópicos de Hollywood hacia lo español, salvando, sin duda, la agreste y emotiva interpretación de Katrina Paxinou, el feliz hallazgo de este film con merecido “Oscar” a la mejor actriz secundaria.
Llamativo resulta que Hemingway trabajara en España de corresponsal -sumado a alguna actividad más turbia- y la novela no atrape, salvo en algunos pasajes, el pulso de la tragedia. La cinta transita la misma senda y no deja de ser un cúmulo de cartón piedra, decorados grisáceos y mucha roca. Da la impresión de estar coloreada posteriormente. Y, sin embargo, se puede visionar con ánimo tolerante a pesar de sus altibajos, y descacharrarnos con la imagen folclórica que Hollywood proyectaba sobre los habitantes de la vieja Iberia.

Intuyo que “Hem”, al diseñar el proceso dramático, consideraba más cómodo ambientar la historia tras las líneas enemigas entre partisanos y no tener que desarrollar una trama que obviase (por obvios, valga la redundancia) los tejemanejes soviéticos en zona republicana. Por no mencionar su ruptura con John Dos Passos cuando Hemingway se negó a indagar, despectivamente, la desaparición de José Robles Pazos a manos del diabólico NKVD. Quien desee conocer al verdadero Hemingway que se aleje de los cansinos topicazos «alcohólico-pamplonicas» y se centre en este turbio asunto, su desprecio hacia su benefactor, Scott Fitzgerald, o los celos profesionales hacia su tercera esposa, Martha Gellhorn. Es del género ingenuo pensar que la película sirva como documento fiable de la guerra; antes recomendaría la magnífica novela “Homenaje a Cataluña” de Orwell. Y puestos a hablar del estadounidense, prefiero al autor de “París era una fiesta” o “Adiós a las armas”.

Dentro de la perspectiva de izquierdas, “Libertarias” (1996) es un plúmbeo film de Vicente Aranda centrado en las primeras jornadas de julio de 1936 y la efusión revolucionaria en Cataluña. Tras el estallido de la contienda, un convento es asaltado por los anarquistas, y una de sus monjas (Ariadna Gil) escapa por las calles de la furia iconoclasta. En su huida busca asilo en un lupanar, donde es bien acogida por una piadosa “madame” y posteriormente “liberada” por un grupo de mujeres ácratas encabezadas por Ana Belén, cómo no. Unas feministas “avant la lettre” que, con una breve soflama, convencen a las meretrices para que abandonen su oficio. Es el primer discursito de los muchos que tiene la cinta.

Desde el primer minuto el objetivo es adoctrinar al espectador (“Jesús fue el primer anarquista de la historia”; “Jesús fue una mujer”). Un panfleto estomagante y un ejercicio de puerilidad cinematográfica al servicio de un batiburrillo de ideas: feminismo, anarquismo y hasta espiritismo (Victoria Abril es poseída por el espíritu de Mateo Morral). Cuando los actores recitan el guión recuerda a una función de bachilleres, por su artificiosidad, y pocos se salvan en este despropósito. Al igual que “Por quien doblan…” evita hablar de los comunistas, donde aparecen, lejanamente, como traidores a la revolución, de modo similar a “Tierra y libertad” (1995) de Ken Loach. Como en la mayoría de las películas de Oliver Stone, Aranda usa la máxima: “que la verdad histórica no te estropee el mensaje político que quieres transmitir”.

En la secuencia del frente, los milicianos recitan textos de Bakunin y Kropotkin dirigidos a convencer a los malvados franquistas, pero realmente dirigidos al sufrido espectador, paralizado en su butaca. En su idealización de los personajes llega a la caricatura, presentándonos al obrero Buenaventura Durruti hablando ante periodistas extranjeros como un ilustrado profesor universitario. Y la inefable Loles León que, aunque interprete a María Antonieta en Versalles, siempre sacará su caduco registro de ‘chica Almodóvar’. Ahora bien, la guinda al pastel nos llega a los 40 minutos con la aparición estelar de Miguel Bosé haciendo de miliciano ex – sacerdote. Tan poco convincente como fuera de lugar.
En la fecha de su rodaje, 1996, ya había catalogadas cerca de 1.000 películas sobre la Guerra Española, rodadas en nuestro país. Una más para el bote.

Por último, en un plano equidistante, tenemos “La vaquilla” (1985) del gran Luis García Berlanga, una cinta que puede agradar o disgustar a tirios y troyanos. Su argumento es disparatado, pero jugoso. Un grupo de republicanos cruza las líneas con la finalidad de fastidiarle al enemigo las fiestas de agosto, robarles la vaquilla que usan para el encierro y comérsela para subir la moral de la tropa. Ni que decir tiene que la pobre vaquilla es una metáfora de España. Y sin ser, ni de lejos, lo mejor de Berlanga, es una película sobre nuestra Guerra Civil que humaniza a los dos bandos, porque al final se ríe de ambos. ¿No afirmaba Woody Allen que la ‘comedia’ es igual a «tragedia mas paso del tiempo»? A nivel de actores, resulta hilarante, a pesar de que Sacristán y Landa están desmadrados en sus actuaciones (en la vida real el primero es comunista y el segundo era conservador). Y es que así era don Luis. Dejaba hacer.




Berlanga zurra al bando nacional: el pánico de los penitentes en la procesión cuando atisban aviones que creen enemigos; la inquina y la mezquindad del marqués; el servilismo de la ‘Sección Femenina’ de Falange con los caciques; los republicanos sorprendidos con las putas en el pajar por el cura “trabucaire”… Pero también atiza un buen soplamocos a los republicanos: indisciplina y oficiales nombrados ‘a dedo’ solo por méritos políticos. Un inteligente acierto del guionista Rafael Azcona es la escena cuando Mariano (Guillermo Montesinos) le dice al sargento (Alfredo Landa): “Pero, es teniente, no?”. “Peluquero!”, le responde este, con síntomas de enfado por su inexperiencia castrense. Lo cual nos da, subrepticiamente, una de las claves de la derrota republicana.

Creo que, honradamente, nuestro país debe superar los traumas de una guerra que queda ya lejana en el tiempo y evitar su uso partidista. Y si no es así, al menos quedarnos con el sabor agridulce de la comedia berlanguiana. Detrás de la risa, -que nos iguala a todos-, está esa lagrimilla latente por la peor tragedia de nuestra historia.

Como decía uno de los carteles que la anunciaban: «El pueblo divertido, jamás será vencido».

 

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